¿ES EL HIJO INFERIOR AL PADRE?

«Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo» (Juan 14:28).

 

En los días de su encarnación (Filipenses 2:6-8), se dieron en Cristo unas limitaciones que él mismo se impuso para llevar a cabo su obra salvadora. Algunos de sus atributos divi­nos se encontraban inactivos por voluntad propia (Marcos 13:32) y hasta llegó a sentir la fatiga física (Jn. 4:6), aunque no por ello dejó de ser el Hijo de Dios. No obstante, lógica­mente, en este estado de humillación era infe­rior al Padre. Pero no lo es en su exaltada po­sición «antes de que el mundo fuese» (Jn. 17:5) y después de la ascensión a la diestra del Pa­dre (Fil. 2:9-11).

Antes de ese episodio, Jesús ya había afir­mado su igualdad con Dios (Jn. 5:18). Pero para cumplir la misión salvadora que le hizo venir a nuestro mundo no sólo era verdadero Dios (Jn. 10:30) sino que tenía que ser verda­dero Hombre y en tanto que Hombre (con sus limitaciones, pero no imperfecciones) podría decir que «el Padre mayor es que yo».

La misma paradoja, si queréis llamarla así, se produce en relación con los ángeles. En He­breos 1:4 leemos: «Cristo es tanto más exce­lente que los ángeles por cuanto alcanzó por herencia más excelente nombre que ellos». Por herencia significa por naturaleza. En cambio, Hebreos 2:9 nos dice que Jesús es hecho un poco menor que los ángeles. ¿En qué queda­mos? La respuesta es obvia: en este segundo texto, se presenta Jesucristo como Hijo del Hombre.

Y así como en Juan 1:14 se dice de la humanidad del Salvador que «fue hecho carne» y, en cambio, de la divinidad que existía eternamente como Dios («el Verbo era Dios», Jn. 1:1), asimismo en Hebreos se enseña que la humanidad de Jesucristo fue hecha y en tanto que humano era inferior a los ángeles, es decir: en los días de su encarnación, pero «por herencia», por naturaleza, el Hijo de Dios es eternamente divino, infinitamente superior a los ángeles, y uno con el Padre.

Si leemos atentamente Juan 14:28, nos daremos cuenta de que, en realidad, estamos delante de una pretensión realmente excepcional. En efecto, solo podemos establecer comparaciones entre personas o cosas de igual rango o valor. A ningún ser humano se le ocurrirá ir pregonando que «Dios es mayor que yo», pues sería simplemente absurdo. Por lo evidente y obvio del caso.
Lo infinito y lo finito, lo eterno y lo creado, Dios y el hombre, no se prestan a comparaciones. Hacerlas es ridículo. Solo Jesucristo podía decir, en los días de su encarnación y humillación, que el Padre era mayor que él.

«Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo» (1 Corintios 11:3).

Pablo no puede decir aquí que Cristo es menor que Dios. Se contradeciría (Romanos 1:4; 9:5; Filipenses 2:6; Colosenses 2:9; Tito 2:13). Además, la misma lógica del texto prohíbe sacar tal conclusión. Si la expresión «Dios la cabeza de Cristo» hace a éste inferior al Padre, entonces la afirmación de que «el varón es la cabeza de la mujer» convertiría también a ésta en inferior al marido, lo que contradeciría Gálatas 3:28, ~No hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús».
De lo que se trata aquí es de señalar las diferentes funciones, los distintos trabajos y las varias vocaciones que, ni en la relación hombre-mujer ni en la comunión de las tres personas de la Trinidad, indica nunca inferioridad o superioridad de unos en relación con otros, sino más bien la pluralidad de esferas de responsabilidad dentro de una perfecta igualdad.

José Grau y Balcells | Panorama Evangélico, 1984.

La teología de Papá Noel

Papá Noel

La imaginería popular se ha creado un Dios de luenga barba blanca y mirada bonachona,
que observa complacido las travesuras de sus hijos. Siempre amoroso y dispuesto a perdonar. Es lo que algunos han dado en llamar “la teología de Papa Noel”. Pero esta falsa imagen del Dios bíblico lleva en sí misma el germen de su propia destrucción, ya que no puede dar razón y explicación al mal. ¿Por qué permite Dios tanto dolor e injusticia?

No es casualidad que cuanto más extendida está la creencia del “buen dios”, más dudas plantea el llamado problema del dolor. ¿Porqué, si Dios es tan bueno y amoroso como dicen, asiste aparentemente impasible ante la guerra, el sufrimiento y la enfermedad? Es el terrible “silencio de Dios”.

El premio Nobel Eli Wiesel, un escritor húngaro de origen judío que estuvo en los campos de concentración nazis de Auschwitz y Buchenwald, escribe en su
libro “Noche”, de forma particularmente expresiva, esa experiencia: “Nunca olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, que convirtió mi vida en una
larga noche, siete veces maldita y sellada… Nunca olvidaré aquellas llamas que consumieron mi fe para siempre. Nunca olvidaré aquel silencio nocturno
que acabó, por toda la eternidad, con mi deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos en que mi Dios y mi alma eran asesinados, convirtiendo mi
sueño en polvo. Nunca olvidaré estas cosas, aunque sea condenado a vivir tanto como el propio Dios. Nunca”.

Terrible, pero real, ¿verdad?

¿QUIÉN ES DIOS PARA NOSOTROS?

Pero ocurre que del mismo modo que a veces tenemos una imagen distorsionada de una persona que no corresponde con la realidad, y es imagen equivocada ocupa el lugar de la persona de tal forma que esperamos que actúe y se comporte tal y como nosotros la imaginamos, así pasa que, muchas veces, hay una idea de Dios que no corresponde con la realidad de quien él dice ser en su Palabra, la Biblia.

Creer en Dios significa, en primer lugar, dejar a Dios ser Dios. Como decía Lutero: “No hay alumno más pobre y despreciado en la tierra que Dios, que tiene que ser discípulo de todos. Todo el mundo quiere ser su profesor y su maestro”. Y desgraciadamente son muchos los que, llamándose cristianos, tienen una imagen tan pequeña y limitada de Dios que se puede decir que se han creado un dios a su medida. Y no olvidemos que el hombre ama sus ídolos, porque él mismo los ha creado. Pero nuca podrán compararse al Dios verdadero. Muchos basan su imagen distorsionada de Dios incluso en la Biblia. Así el texto “Dios es amor”, de tan manoseado que está y malentendido, se podría decir que se ha convertido en “el amor es dios”. Así también Israel tampoco comprendía muchas veces a Dios, y se quejaba, poniendo en duda su justicia. El Señor les contesta por medio del profeta Ezequiel (18:25): “Si dijereis: no es recto el camino del Señor; oíd ahora, casa de Israel: ¿No es recto mi camino? ¿No son vuestros caminos torcidos?”. Era la injusticia de Israel la que les impedía escuchar a Dios.

EL PROBLEMA DEL DOLOR

La Biblia nos dice que el problema del origen del mal está en la propia caída del hombre (Génesis 2 y 3). De tal forma que todo tipo de sufrimiento es, en último
término, consecuencia de esa injusticia del hombre que las Escrituras llaman pecado. Dios nunca puede producir el mal, ya que está en contradicción con quién es él. Cuando le preguntan a Jesús sobre un ciego de nacimiento, si pecó este o sus padres (Juan 9:1-3), él les da una extraña respuesta: “No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Luego Dios permite el sufrimiento con un propósito. Pero ¿por qué? Esa es también la pregunta de Job, después de haberlo perdido todo.

Jesus curando al ciego

Como resultado de un atentado terrorista de un grupo revolucionario, posiblemente zelote, en Siloé, hay una respuesta indiscriminada del poder romana de Pilato en la Galilea de los tiempos de Jesús (Lucas 13:1-5). Él les dice: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes, si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”. Lo mismo les dice sobre aquellos que habían fallecido en el atentado. Su sufrimiento no es consecuencia de una injusticia concreta. Jesús no predicaba la “teología del garrote”, del castigo al “malo” y el premio al “bueno”. Todos somos igual de pecadores a los ojos de Dios (Romanos 3:23). Aunque en nuestro propio juicio nos parezca lo contrario. Según la “teología del Papa Noel celestial”, todos en el fondo somos buenos. “Cometeremos errores, pero sin mala intención. Y como Dios nos ama tanto, ¿cómo no va a perdonarnos? Si es tan bueno como dicen, lo entenderá…” Pero la Palabra de Dios nos dice que el pecado significa, ni más ni menos, la muerte eterna, que supone la separación de Dios (Ro. 3:23).

¿EXISTE UN DIOS DE IRA Y DE JUSTICIA?

Muchos identifican el carácter santo de ira, que produce la justicia de Dios, como algo perteneciente al Antiguo Testamento o a una interpretación excesivamente literal y fanática. Y desgraciadamente son muchos los que, llamándose cristianos, desprecian determinadas partes de la Biblia y silencian determinados atributos de Dios que no les resultan atractivos ni agradables. Lo que muchos olvidan es que la ira y la justicia de Dios no sólo se manifiestan en el Antiguo Testamento, sino que esa idea de Jesús y los evangelios de un romanticismo un tanto ridículo, no guarda ninguna relación con la realidad del texto bíblico.

Los cuatro jinetes del Apocalipsis

 Jesús se muestra intolerante y rotundo en sus palabras. Manifiesta su ira, hasta el punto de utilizar la violencia (Mateo 21:12, 13) contra aquellos que habían convertido el templo en mercado. Y habla del “Día del Señor” anunciado por los profetas, en que se mostrará la ira y la justicia de Dios. Pablo habla tanto de la bondad como de la severidad de Dios (Romanos 11:22). Y aunque es esperanzador leer que “el que cree en el Hijo tiene vida eterna”, tenemos que escuchar a continuación que “el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

Muchos se han imaginado un dios bueno que, queriendo hacer el bien, no siempre puede librar a sus criaturas del dolor y las dificultades, por lo que tiene
que aguantarse, impasible. Pero ese no es el Dios soberano y omnipotente de la Biblia. El Señor dice a Moisés que es “grande en misericordia y verdad” pero
que “de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éxodo34:6). “Porque la paga del pecado es la muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).

LA ESPERANZA DE LA CRUZ

La cruz de Cristo resulta para muchos desagradable e incomprensible. Pero “no se puede comprender a Cristo, mientras no se comprenda su cruz” (P. T. Forsyth). Ya que es, en definitiva, el corazón del Evangelio. La cruz contrasta con la amable ternura, ñoñería incluso, que representa la Navidad. Aquí no hay estrellas, magos y pastores, sino la historia brutal de un humilde carpintero colgado de una cruz, traicionado por uno de sus amigos, rechazado por su propio pueblo, entregado a un poder opresor extranjero, y condenado a muerte, a pesar de que el propio gobernador era consciente de su inocencia. Mayor cobardía, egoísmo, conveniencias y brutalidad que en este atroz relato es difícil de encontrar. Sin embargo, Dios nos dice por su Palabra que allí “estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:9). Pero pocos entienden que necesitan ser salvados de algo… La muerte de Jesús manifiesta la justicia y santidad de Dios sin las cuales no puede existir su amor, bondad o misericordia. A muchos les gusta el Sermón del Monte, pero parecen no entenderlo. Tolstoi escribió sobre él: “¡Dios tenga compasión de todos nosotros, pecadores!”. Porque no cumplir la voluntad de Dios es algo serio. Nuestra visión del pecado es muy diferente a la de Dios. Demás, es él quien ha de poner las condiciones, no nosotros. Cuando tenemos que pagar para entrar en algún sitio, no discutimos cuál es el precio adecuado. “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8). La cruz muestra tanto su amor como su justicia (Gálatas 3:13; 2 Corintios 5:21), ofreciendo su perdón, por medio del verdadero arrepentimiento y la fe no fingida, que sólo Dios puede producir en nosotros por su gracia. Esa “locura de la cruz”
puede ser, por la fe, esperanza.

José de Segovia Barrón
Publicado en Panorama
Evangélico, 4/1987

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